La mala memoria


Fase

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“A ver si llega la hora, a ver si tú te das cuenta, que lo que está bien perdido ni se busca ni se encuentra.” Juan Peña, El Lebrijano (cantaor).

I

—Mire, don Manuel, entiendo que tiene mucho que hacer pero es mejor que se tome el día libre. Le hará bien descansar.

Lo acomodaron en la salita celeste, una sala pequeña con una bergere que daba a una ventana cuadrada. A don Manuel le gustaba sentarse a leer y a mirar por la ventana que daba a un patio de luz. Adosada a la pared del fondo había una fuente con un receptáculo semicircular desde donde caía el agua haciendo un sonido intermitente. El muro recubierto en cantos de piedra, cubierto aquí y allá del musgo que se alimentaba de la humedad que se filtraba de la fuente, un acer japónico a la izquierda y unos juncos verdes completaban el cuadro. Una ventana que ejercía un efecto sedante, que se abría a un espacio de paz y armonía.

Todos los días la enfermera tenía este tira y afloja con este hombre que insistía en salir al mundo a trabajar, a seguir con sus responsabilidades. Aunque sus hijos aún le consultaban determinados asuntos del negocio (ya que tenía días buenos) el altzeimer avanzaba, y él lo sabía.

Los lugares tienen memoria, mientras la mía se evapora lentamente, pensó. —Margarita, cuénteme nuevamente la historia de esta ventana que me gusta tanto. Siéntese, descanse un poco y tómese un té conmigo.

—El patio de luz siempre estuvo, pero la ventana la hizo un señor muy atento. Quiso que su señora, que nos dejó hace unos años, tuviera algo para mirar. Entonces puso la fuente y los árboles y pidió autorización para romper la pared e instalar esta ventana.

—Qué historia conmovedora… Me pregunto si esta señora sufría altzeimer como yo.

—Ella tenía enfisema, don Manuel, y por eso no podía levantarse ni circular. Pasaba los días tejiendo, con su balón de oxígeno que dejaba ahí, a su izquierda, contra la pared. Su marido no falló nunca. Aunque estaba retirado, seguía llevando contabilidades de varias empresas y sin falta, a las siete de la tarde más o menos, venía a verla. No hablaban mucho. Ella tejiendo, él con algún libro en la mano. Así por años, hasta que ella murió. A él no lo hemos vuelto a ver por acá.

—Le hizo una ventana para que pudiera ver algo verde, y ahora soy yo quien se beneficia con la generosidad de este hombre. Me gustaría conocerlo para darle las gracias. Ese es un hombre que supo hablar, que supo comunicarse cuando su señora ya no pudo moverse ni conversar ¿verdad? Yo también, yo también necesito comunicarme con mis hijos, dejarles un mensaje antes de que me olvide de todo. Margarita, dígame la verdad, ¿he vuelto a salir algún día a trabajar? —ella lo miró con curiosidad.

—Don Manuel, a mí también se me olvidan muchas cosas, supongo que es parte de cumplir años. Usted tiene días buenos, cuando conversa de negocios con sus hijos.

—Negocios, Margarita. Puede que me hagan sentir útil, y se los agradezco, pero me refiero a la buena memoria, a cómo hacer para dejarles un recuerdo que los ayude a verme como soy. Ellos no terminan de conocerme, pero qué importa eso. Me refiero a mis nietos, porque no quisiera que la mala memoria los termine afectando.

—Don Manuel, no entiendo muy bien a qué se refiere con la buena y la mala memoria, pero ahora tengo que seguir con mis tareas. ¿Le parece si lo dejo solo un rato? ¿Quiere escuchar el concierto de Aranjuez?

—Antes yo me preguntaba con frecuencia por qué estoy aquí. Una pregunta práctica porque era un ejercicio para la memoria, para responderle al doctor. Ahora me pregunto para qué estoy aquí, porque no tiene sentido vivir mirando el pasado, sobre todo en mi caso. ¿Sabe por qué nuestro desconocido amigo hizo la ventana? Yo creo saber la respuesta, creo que así dejaba atrás los porqués. Mirar hacia adelante y mirar la belleza. Para gozar la belleza no es necesaria la memoria, incluso puede ser bueno olvidar un poco y volver a sumergirse en algo que nos gusta, con la fuerza y brillo de la novedad. Dicen que el último sentido que se pierde es el del oído, porque es aquello que nos hace ser persona. Ya un niño en el vientre de su madre, según dicen, reacciona a su voz. Así terminaré yo.

Cuando ya no tenga la capacidad de ver, de reconocer, de entender, seguiré escuchando y habrá voces y sonidos que me llenarán de tranquilidad y otros, quien sabe, de inquietud (y nadie sabrá su origen). El doctor me explicó que desparecerán los peces de mi pecera, es decir, que cada vez entenderé menos, no es solo recordar menos. Pero ella siguió escuchando el murmullo dulce del agua, un murmullo continuo que relacionaba con su marido, un sonido que la serenaba. ¿Es así, fue así como yo lo imagino, Margarita? ¿Se tranquilizaba cuando la sentaban aquí?

—Bueno, don Manuel, no debería decirlo, pero esta sala la reservamos para las personas que se impacientan, las que (como usted a veces) quieren romper con sus rutinas y se empeñan en volver al mundo. ¿Ve como no es tan difícil conversar? Cuando llegó, usted daba órdenes y nos preguntaba cuándo vendrían a buscarlo. Nunca me llamó por mi nombre. Algunas de nosotras le teníamos miedo. ¿Qué lo hizo cambiar?

—Si mañana fuera a otra sala, aunque me pongan el concierto de Aranjuez gritaré para que me dejen salir y ahí va a saber cómo soy cuando me enojo. Lo que ustedes no han pensado es que la fuente toma tiempo, sobre todo para los que (como yo) podemos irnos a casa. Ya sé que soy el paciente, la parte interesada, pero no me parece tonto lo que he pensado. El sonido del agua y estas plantas tienen que entrar por el oído y los ojos cuando aún podemos preguntarnos para qué. Luego ya no recordaremos casi nada, pero el sonido seguirá serenándonos. En cambio, si traen a algún paciente que ya está perdido, esta sala no le hará ningún bien. Además, usted es un amor y no dejará que hagan esa maldad conmigo, ¿verdad?

—Haré lo que pueda, don Manuel. Usted es dulce cuando le conviene, pero cuando lo contrarían es temible.

—No creo que alguien se asuste conmigo a estas alturas, pero reconozco que en mi vida el carácter me ha traicionado. Algunos dicen que me ha jugado a favor, que es mejor ser temido y respetado a que te pasen a llevar. Pero cuando los que te temen son las personas que uno quisiera tener cerca, eso es una locura.

—Me impresiona su comentario. No sé qué habrá pasado por su cabeza en estos meses pero nunca hubiera imaginado que diría algo así. Es difícil ser papá y mamá como yo, y a veces una necesita ponerse firme con los hijos. Usted hizo lo que creía correcto, y ahora pretende revisitar su pasado y saldar cuentas, como si eso fuera posible. ¿Hay alguien a quien eche de menos? ¿Lo puedo ayudar haciendo algún llamado?

—No se trata de un llamado, porque soy bueno en eso. Es lo que ocurre después. Cuando la persona viene (lo digo como si usted no supiera a quién me refiero, pero me acostumbré a no dar nombres) de hecho conversamos, pero me veo obligado a hablar siempre de negocios. O de la salud. Cuando discutíamos, alguna vez logré que me desafiara, que asomara la persona que se esconde detrás de la etiqueta, y eso siempre lo respeté. Pero la mala memoria me juega en contra. El opina que las personas no cambian, y cuando dice eso está pensando en mí.

Yo soy para ellos lo que recuerdan de mí; soy como una moneda sellada, y así tienen marcada esta desconfianza que no se supera con un llamado por teléfono. Pensé que tal vez las canas y mi enfermedad ayudarían, que cuando me vieran indefenso tal vez querrían asomarse a mi interior, pero no ha sido así.

—Nadie quiere ofender a una persona mayor y bien comportada como usted, don Manuel. Ni mucho menos alterarlo. Y no me queda claro si el hecho de que gocen de libertad o desfachatez para decirle cosas duras sea una muestra de confianza, eso me resultaría un poco extraño. ¿Ha pensado que a lo mejor esa conversación de negocios es también un esfuerzo por encontrarse en un terreno común?

—Mi padre jamás me habló sobre su experiencia en las trincheras del Somme, en Francia. Luego yo he leído sobre el tema, y pude visitar el museo de la Gran Guerra en Londres. Terreno común suena a tierra de nadie, esa franja que quedaba entre las dos líneas de trinchera, la tierra desolada y desierta; tierra de muerte también, el lugar donde los infantes quedaban más expuestos al fuego cruzado. Un lugar terrible donde no quisiera estar.

Margarita se quedó mirándolo en silencio. “Vivir desde la trinchera y sosteniendo una posición. Tal vez sea un buen resumen de la vida de este señor. Tendría que preguntarle a los que lo conocen mejor. Atacar a cualquiera que amenace avanzar; acribillar a quien se niegue a atacar, a quien vuelve a su posición sin que se haya dado la orden de retirada. Fuego amigo, fuego enemigo, ¿qué diferencia hace?”, pensó.

—Habría que encontrar frentes nuevos, don Manuel. Temas donde ninguno esté tan seguro de tener la razón, donde no haya trincheras. Déjeme pensar, a ver si se me ocurre algo.

—Mi enfermedad es extraña. Si yo comenzara a, como usted dice, recorrer nuevos territorios, tal vez pensarían que ya no me siento tan seguro en los negocios y por eso ahora converso de la vida, de lo que nos pasa a todos. Lo verían como una maniobra distractora y se apresurarían a mover sus defensas. Pero (aunque usted no me lo diga) yo sé que el altzeimer a veces produce ataques de locura, episodios de violencia, y entonces confirmarían su memoria. No estoy ni cerca de eso, creo, pero sería bastante confuso para mi hijo. Su padre hablando de temas del alma sin una posición de trinchera. Pensaría “lo perdimos” y correría a consultar al doctor y así corroborar lo evidente.

¿Se da cuenta lo que la mala memoria ha hecho? No es mi historia sino la suya, la de él. Por eso le dije que en realidad me preocupan más mis nietos, porque él podría repetir mis errores o cometer el error opuesto para desmarcarse de mí, incapaz de ver de dónde le viene ese arranque incontrolable. Grabará así a fuego en mis nietos ese talante que sin querer le imprimí, como si fuéramos cara y sello de una misma moneda.

—Don Manuel, ¿y si le dijera usted mismo lo que me acaba de explicar? ¿sabría decir en qué consiste eso del cara y sello?

—No sé si pueda repetirlo. Hoy sí, pero tampoco sé si es porque usted me comentó lo de la ventana, o porque no me siento obligado a convencerla de algo. Es una gran historia, y tal vez debería buscar hacer algo así, abrirle una ventana a mi hijo. Pero él no podría saberlo porque lo perdería, tendría que ser algo que crezca en él sin saber de dónde viene. Luego, a su debido momento, usted le diría que fui yo. Algo así podría funcionar. ¿Para qué estoy aquí? Se me va a olvidar esta idea y no sé cuánto tiempo me queda. Estoy para dejarle un sonido a mi hijo, una ventana que lo atrape, una memoria donde me reconstruya. Soy ingeniero, perdone que le hable así. ¿Puedo contar con usted? No lo haría por mí ni solo por él, sino por mis nietos. Soy muy malo para pensar en estas cosas y necesito su ayuda. Le diré un secreto: soy terriblemente sentimental, pero nadie lo sabe. Casi nadie, agregó sonriendo.

—Me tiene muy sorprendida, don Manuel. Hay que tirar el hilo de esta madeja, a ver dónde nos lleva. Usted quédese tranquilo, ya se me ocurrirá algo.

—Ojalá sea pronto, porque mi cerebro es como la parte de arriba de un reloj de arena.

Mirando la hora para no seguirle la vena de víctima, Margarita se levantó y puso un CD en la bandeja. “Hoy no habrá concierto de Aranjuez, déjeme sorprenderlo.” Cuando ya cerraba la puerta lo escuchó hablando para sí mismo mientras sonaba la música.

Y ahora que ya no hay trincheras, el combate es la escalera 

“Esa cosa ingenieril, esa planificación hasta de lo más inverosímil, encima atrincherado,” pensó. “Per dimenticare”, se dijo, mientras se preguntaba si la canción le dejaría alguna huella.

… pondrá a salvo su cabeza
Aunque se hunda en el asfalto… la belleza
La belleza… la belleza… la belleza… la belleza.  (1)

II

—Margarita, qué gusto oírla.

—Don Manuel Urrutia, me dice. Está bien, iré porque usted me lo pide. Dígale que iré para verlas a ustedes, si quiere, y así resulta más natural. No creo que recuerde mi nombre.

—Sí, nos conocimos hace muchos años. Ya le contaré. Una casualidad volverse a encontrar, ¿verdad? Cuénteme por qué está con ustedes.

—Ya veo, pero me dice que todavía conserva su memoria, la capacidad para sostener el hilo de la conversación.

—El martes a las cinco entonces. Con un buen té en mi sala, espero…

Este hombre ligeramente encorvado, vestido con un traje oscuro algo gastado y brilloso; una corbata sin un patrón definido y mal anudada. Anteojos de carey negros demasiado grandes incluso para su nariz aguileña, se presentó puntual acompañado de Margarita. Ese día don Manuel pidió un té especial, con pastelitos y medias lunas y una buena mermelada de naranja amarga. Lo recibió de pie en la puerta de la sala, y luego de las presentaciones lo hizo pasar primero y aprovechó de mirar a Margarita con cara de “¿está usted segura?”, quien a su vez, con gesto severo, lo animó a atender a su invitado cerrando la puerta tras de sí.

—Eduardo, siéntate donde acostumbras, por favor. No sé si Margarita te dijo, pero si no te molesta me gustaría que me contaras la historia de la ventana. ¿Té solo o con leche?

—Don Manuel… —no alcanzó a seguir, interrumpido con un “trátame de tú, por favor.”

“Manuel entonces. Me dijo Margarita que te gusta mucho esta ventana y querías saber cómo se me ocurrió la idea.

Hace muchos años, cuando aún tenía pelo, trabajaba en una empresa que comenzaba a tener éxito. Nos dedicábamos a proveer herramientas a las ferreterías, cuando recién las importaciones se abrieron, y yo llevaba las finanzas. Aunque no tenía un título universitario me las arreglaba bien. Colaboré para establecer las políticas de crédito, tan complicadas en ese entonces, y fui el primero que vino con la idea de participar en la feria de Shanghai. Modestamente ese fue nuestro despegue, porque ahora resulta obvio, pero los que se anticiparon con los chinos lograron una ventaja inestimable.

Por favor Manuel, déjame seguir —le dijo sin mirarlo, extendiendo su mano en un gesto destinado a impedir que se incorporara y lo interrumpiera. —Si me detengo ahora será difícil que puedas hilar el resto de la historia.

En ese tiempo llegó un familiar de uno de los socios, un chico recién egresado de Ingeniería a quien le dieron el cargo de gerente de finanzas, y yo me vi progresivamente reducido a los temas contables. No podía competir con él por tantos motivos. A él le resultó muy natural que yo lo llevara de la mano, que le enseñara a trabajar, porque era muy joven y a esa edad uno da por hecho que el personal subordinado está ahí para facilitarle las cosas. El nunca habló de ti, supongo que porque quería abrirse camino sin su apellido.

Lo ayudé a entender el movimiento de las cartas de crédito y de las coberturas de moneda. Lo más difícil fue enseñarle a administrar la cartera de cuentas por cobrar. Supe que llegó a ser gerente general y que finalmente vendieron la empresa a la compentencia, pero no sé si para hacerse con las representaciones de las marcas o porque el banco los dejó de apoyar luego de la crisis asiática.

(Nuevamente, hizo un gesto con la mano conteniendo a don Manuel.)

No, espera, no era una pregunta, imagínate, no me siento con derecho… Por favor Manuel, déjame terminar…

Hace tantos años que perdí toda esperanza de aclarar las cosas. Si nos encontramos ahora es por la ventana, porque Margarita me pidió que te contara cómo surgió la idea. Este preámbulo es necesario para que puedas entender su conclusión. Yo confío en ella, y si me lo pidió tiene sus motivos. Por eso estoy aquí. Además mis palabras no cambiarán nada de lo que pasó, y con los años he llegado a la conclusión de que era inevitable.

Fue en ese tiempo cuando a mi señora le detectaron las primeras obstrucciones pulmonares. Luego de la muerte de nuestro hijo mayor ella se volvió una fumadora todavía más compulsiva. Si este vicio la ayudaba en algo no iba a ser yo quien le dijera que lo dejara.”

El tono plano con el que desgranaba sus penas, como si hubiese estado relatando las carreras del Hípico en televisión, sumió a don Manuel en un completo silencio. Esa ausencia de inflexión evidenciaba la carga de dolor y resignación estoica de este hombre, ante una vida que se fue haciendo cada vez menos comprensible. Le pareció que sus sentimientos habían sido anestesiados, o peor, como si hubiesen sometido a tratamiento de conductos su corazón. Algo parecido a la sensación que deja leer al Frankl de los campos de concentración. No se atrevía a hacer preguntas de ningún tipo, no fuera a incrementarse el caudal de desgracias monocordes.

“Sabía que tarde o temprano mi trabajo sería remplazado por la tecnología, porque un sobrino mío fue pionero en desarrollar los primeros programas contables, mucho antes de los famosos ERPs. De modo que me impuse una política de austeridad brutal, porque tenía que afrontar el desenlace del enfisema de la mejor manera. ¿Sabes Manuel? La vida me ha confirmado que lo único que debemos recordar es lo inevitable que nos espera a la vuelta de la esquina. Mi mujer supo acompañarme, aunque no entendió del todo mis motivos. Yo no le podía decir que tenía que ahorrar para ella, para sostenerla en este país sin protección frente a la enfermedad crónica. Su cuadro depresivo era bastante crítico, de modo que tenía que ser fuerte y pensar por los dos en lo que nos esperaba. En algún momento su familia comenzó a criticarme y dejaron de invitarnos a las celebraciones, aunque su hermana siempre la siguió visitando cuando yo no estaba en la casa.

Mi sueldo de contador no alcanzaría, eso me dijo mi jefe que en ese entonces era soltero, joven y sin responsabilidades. Así las cosas, cuando se descubrió que los inventarios no cuadraban pasé a ser sospechoso. Luego yo mismo detecté el uso de unas guías de despacho por mercadería dada de baja, es decir sin valor comercial, y me pareció que eso podía explicar las diferencias. Redacté un informe que le entregué a mi jefe. A los pocos días me llamó a su oficina, me dijo que la lealtad con la que había servido a la empresa le impedía acusarme de algo, que sería doloroso para los socios llegar a eso, y que prefería que presentara la renuncia para evitarme el daño de salir con mala reputación.” Levantando la vista agregó:

“Manuel, veo por tu cara que te contaron una historia incompleta. Por favor, no creas que he venido para señalar culpables. Como te dije antes, no me creo con derecho a juzgar el pasado.» Luego de observar cómo don Manuel se mordió el labio inferior, esperó a que se relajara para continuar.

«Nunca pude despedirme de ti ni de ninguno de los socios, no me dieron la oportunidad. Esto se hizo de un día para otro. En mi familia política nadie entendió por qué había renunciado, e incluso sospecharon que algo tenía que ver mi salida con los rumores que comenzaron a circular meses después, cuando los bancos recortaron el crédito a la empresa.

Pero igual como supe prever la importancia de los chinos, se me ocurrió que los impuestos se volverían un tema cada día más complicado. De modo que fui derivando de la contabilidad a la asesoría tributaria. La mía ha sido una buena profesión —agregó sonriendo por primera vez. —Me permitió pagar esta residencia por tantos años y mi hija se recibió de odontóloga, una carrera que resulta bastante cara. Mi mujer, por muchos años, se alejó de mí y de todos, y yo le respeté su espacio. Su psiquiatra supo apoyarme y hasta hoy mantenemos la amistad. No fui su paciente porque él hizo algo distinto. Comenzó a convidarme a todos los eventos de su familia, y terminé siendo amigo de sus hijas y de su señora. Imagino que me dio el calor de hogar que necesitaba.

El resto de la historia ya la conoces, Manuel. Cuando ella se vio reducida a un susurro y a estar sentada ahí donde te encuentras, se me ocurrió que ya era tiempo de decirle mis motivos para ahorrar todos los meses. Mejor atendida que en su casa donde siempre tuvo que trabajar, aquí pudo descansar gracias a Margarita. Todo eso era mi deber, tenerla bien cuidada dentro de lo que se podía y lidiar con lo que se nos venía. La ventana, sin embargo, fue la forma de explicarme, de que me entendiera el sentido de tantas privaciones. Yo no tenía palabras ni sabía si a ella le importaría lo que yo sentía. La primera vez que se sentó frente a la ventana recién terminada, luego de tener todo a punto, estaba tapándola esa cortina que nunca más se cerró. Cuando Margarita la abrió pusimos en marcha la fuente. Ella se quedó mirando. Después de unos instantes me tomó la mano, siempre mirando la ventana, sonrió y luego comenzó a llorar. Fue un llanto diferente, algo que no le quitó la respiración. Fue dulce, suave, largo. Esa fue la única vez en que lloramos juntos luego del funeral de mi hijo, y la primera en que la vi sonreír. Unidos después de tanto tiempo, sosteniendo su mano. Quiero pensar que después de eso ella gozó de paz.

¿Sientes el sonido de la fuente?

Cuando años después dejó de respirar, yo sentí su alivio y mi satisfacción por una misión cumplida. Para mí también es un sonido que me ha acompañado. Creo que para ese entonces se me habían terminado las lágrimas, no sé cómo explicarlo.

¿Qué fue de tu ahijado, Manuel?”

—Eduardo, apenas cruzamos alguna palabra mientras trabajaste para nosotros. Solo te diré que el fin de la empresa no fue debido a una buena oferta de compra o a problemas propios del negocio —agregó, dejando su vista en un punto indeterminado más allá de la ventana, mientras apretaba el brazo del sillón. —Ya sabes cómo es cuando hay una administración y un directorio. Uno delega en el gerente y espera que esté haciendo bien su trabajo… y le parece que hablar con la gente que está abajo es una falta de respeto y confianza con su ejecutivo… con mi sobrino.

Qué pena no haberte escuchado.

—Llamé a tu oficina, meses después, para pedirte una entrevista. No quería acusar a nadie, porque tampoco supe lo que pasó con esas guías. Era para pedirte que me dieras referencias para postular a otra empresa, porque estoy seguro que eras amigo de alguno de sus socios. Me dijeron que me llamarías de vuelta cuando estuvieras más desocupado, eso me dijeron.

—No lo niego, no lo niego, y me avergüenzo. El tiempo se me pasó entre una cosa y otra. Tomé la historia que contó mi sobrino como la verdad que resolvía el problema y no indagué más. Es justo que sepas que los problemas se agravaron, pero eso fue un tiempo después. ¿De qué nos sirve hablar de esto ahora, como si yo pudiera cambiar lo pasado?

—Yo tampoco puedo cambiarlo, Manuel.

«¿Para qué le pedí a Margarita que te invitara? Para agradecerte. Gracias por haberme contado esta historia y gracias por la ventana.

Estoy comenzando a disfrutar su murmullo. Me gustaría que volvieras a tomar té algún otro día.»

Luego de algunas dudas y de un largo silencio que se le antojó incómodo, cuando vio que Eduardo se incorporaba (sin responder palabra a su invitación) levantó la vista y por primera vez lo miró a los ojos: “No soy bueno para esto, Eduardo, pero quiero pedirte perdón. Todo hubiera ido mejor contigo. No supe lo de tu hijo, nadie mencionó a tu señora, que en paz descanse. Es poco lo que supe, hasta ahora.”

«No es necesario pedirme perdón; yo vine para ver a Margarita y porque ella insistió en que te contara lo de la ventana. Debe estar planeando otra de las suyas —dijo con un mohín que intentaba ser una sonrisa. —No estoy seguro si te lo dije, pero ella fue la ejecutora del proyecto.

Hoy me toca comer con mi hija y aún me queda revisar unas cuentas. Se me hizo tarde. Gracias por el té y esas medialunas tan buenas.»

Luego de despedirlo en la puerta se quedó de pie. “Eduardo el hombre invisible. Mi ahijado con buena pinta, bien vestido, bien hablado. Es verdad, Eduardo no podía competir con él. Me había olvidado completamente de este hombre que pasó desapercibido por mi vida hasta hoy. Creo que nunca me aprendí su nombre. Siempre puntual, con las cuentas al día. Con el sistema nuevo la cosa ya no estuvo tan ordenada., y cuando estalló el escándalo no lo eché de menos. No se me ocurrió hilar una cosa con otra.

Pero él fue exitoso de otro modo. Un modo moderado, digno. Supo sepultar su orgullo, no gritó como yo lo hubiera hecho y encontró un nuevo camino, modesto pero eficaz. Lo que no me explico es cómo fue capaz de producir la belleza, la belleza. ¿En qué rincón de su alma brotó la idea? Supo arropar a su mujer, y eso es más de lo que yo puedo decir.  El no siguió buscando lo que estaba perdido, e hizo bien.

Ya no puedo cambiar a Max, pero no quiero legar la mala memoria a mis nietos.”

III

—Hay cosas que no tienen remedio; le daré dos o tres sesiones más y punto.

—Te costó tomar la decisión de ir a verlo, Max, y deberías ser más paciente porque los resultados de una terapia no son inmediatos. Es un excelente hipno-terapeuta, y por eso te lo recomendé. Pero aún no me dices lo que no tiene remedio. Dale, sigue hablando. ¿Otra cerveza? —dijo gesticulando al mozo para reponer la jarra en la mesa.

—Lo que no tiene remedio. Es difícil de definir porque tendría que verbalizarlo como algo que ocurrió en algún momento. Si fuera así, aunque fuera horrible revivirlo, recordar sería mi obligación porque es parte de mi identidad. Siempre queremos recordarlo todo, y especialmente los recuerdos de niñez, donde se esconde la raíz de lo que nos hace felices.

Dicen que la memoria es frágil y limitada, pero de hecho crece y crece. Lo que nos cuesta es recordar, traer a la conciencia. Y luego viene el otro desafío: la interpretación de los hechos y el juicio sobre las intenciones, y eso es muy manipulable.

La memoria se tiñe para proteger la manada. Además de los recuerdos personales, tenemos una memoria colectiva, una especie de código secreto que nos mantiene unidos al clan. Si lo rompes, aunque no digas nada al respecto, tarde o temprano te vuelves un lobo solitario. Y no creo que esa sea mi intención ni que me hiciera algún bien.

Está claro quién era el líder en mi familia. Sabes de sobra quién dictaminaba las intenciones de quienes veía como una amenaza. —Elevó ligeramente la jarra y agregó: ¿Es posible recordar la verdad, o al menos los fríos hechos, para después interpretarlos?

—Termina con la idea Max. Te sigo.

—Tomamos decisiones importantes a partir de lo que recordamos, pero eso a la vez puede estar maleado. ¿Qué decisiones he tomado a partir de una memoria? Es difícil de responder, no estoy preparado para eso.

—Pero Max, no eres el único de tu familia que tiene problemas para recordar, me parece. Tal vez no se trate de eso solo, de la memoria. Es lógico que te duelan las rupturas y que no quieras abrir heridas. El silencio de tu padre, ¿será porque él tampoco termina de entender lo que buscas?

—La fragilidad de la memoria es un factor común a mi familia que se presenta en grados diversos, en eso tienes razón. Puede ser una forma de protección frente a lo que no queremos ver o tal vez es un rasgo genético compartido. Mi memoria (la tuya también) es una herramienta imperfecta y por eso no la deberíamos usar como un testigo silencioso que define lo que somos, los porqués. Te pongo un ejemplo: Pasa algo que consideramos importante. Luego, al pasar el tiempo y con la motivación adecuada, con hechos que se conectan, sus trazos cambian o se transforman. Esto puede ser inquietante porque podría recordar cosas que nunca ocurrieron. Saber a medias es una forma de conocimiento y de ignorancia en forma simultánea, una especie de protección.  En mi familia somos expertos en recordar a medias, agregó sonriendo.

— Yo no sería tan severo en los juicios. Ahora entiendo el estrés que te producen las sesiones de psicoterapia. Lo que pretendes es inhumano porque nadie recuerda todo. A ver si me explico: me refiero a la serie de la conciencia, a esa percepción que tuvimos del momento (con sus sonidos y aromas), un recuerdo que sería lo más cercano a la verdad. Cuando algo nos ocurre almacenamos fragmentos de esa experiencia en la memoria. Es razonable pensar que algunos de estos retazos pueden verse alterados con nuevas experiencias. Eso nos pasa a todos y no debería obsesionarte, porque te bastaría con reconocer esa misma deformación. Con ayuda de un profesional podrías intentar identificar algún patrón, eso te podría dar las luces que estás buscando.

—¿De qué me serviría entonces una terapia en que yo recuerdo y otro interpreta? Puedo terminar muy alejado de la verdad. Tal vez sería mejor no rememorar y romper con mis temores, que son como un rastro en la nieve que dejó ese pasado que se aleja. Boxear es más barato y mucho más terapéutico. Dejar atrás de una buena vez mis temores, ese afán por acomodar a todo el mundo. Abrazar a mi primo y no volver sobre lo que nunca terminé de entender.

Además esto tiene un límite absoluto, y en mi caso no sé dónde se esconde lo verdaderamente decisivo, lo que pasó mucho antes y que (eso creo) desencadenó todo. Por lo que he investigado, sin el lenguaje no tenemos la capacidad de categorizar nuestras experiencias y de almacenarlas de manera que podamos recordarlas. Tal vez todo lo importante ocurrió antes de que supiera hablar, y en ese caso me pregunto nuevamente: ¿para qué una terapia? La hipnosis no es solución, al menos no una en que yo pueda confiar.

—Max, todavía no me queda claro lo que pretendes. Tú no eres un caso tan especial. Todos guardamos experiencias difíciles, más o menos ocultas, pero eso no define el resto de nuestras vidas. Tal vez por eso nos recordamos y percibimos en forma más favorable de lo que probablemente somos. La memoria tiene un complejo de superioridad, en el sentido de recordarnos más sinceros, honestos y veraces de lo que en realidad fuimos. Son sesgos que produce nuestro yo, que intenta defenderse.

Tomando aire y enderezándose, Max fijó la mirada en un punto indeterminado y respondió:

«Podría ser que yo mismo esté culpando a otros de mis defectos, traspasando mi responsabilidad con una reinterpretación del pasado en cuotas semanales y pagado de contado. No creo que esto sea solo cosa de memoria, tal vez debería aceptar que pude hacer más, y como todo el resto me acomodé a lo que nos quisieron contar.

—Te veo muy centrado en no negociar con la verdad, una verdad que quedó en el pasado, y me pregunto si eso es posible. Somos hombres que hacen lo que pueden, y tú mismo te das cuenta de eso. ¿Hay alguien cercano a quien consideres obsesionado por algo?

«De hecho sí, y la conoces tan bien como yo. Eugenia luchó por lo que ella consideraba era de justicia, y nos volvió locos con sus alegatos a los que la queríamos. A mi hermana le trajo muchos problemas hacer de paladín, hasta que se le pasó su manía. Es curioso, ahora que lo pienso, porque cuando dejó de demandar lo que ella creía justo logró todo lo que quiso con su encanto persuasivo, incluso con «Only the lonely».

Tal vez tienes razón, puede que yo también esté trabado en mi empeño por encontrar la verdad, por desenmascarar la “historia oficial”. Dar con una llave que abriría una puerta a ese niño que quedó escondido (si es que aún está ahí). Ojalá existiera el olvido perfecto, sin huellas ni rastros. Entonces dejaría de buscar.»

—Mira Max, yo no puedo pensar por ti, pero creo que tu comercio con la verdad (no te enojes conmigo, ya sé que no comercias con la verdad, me refiero a tu propósito) tiene algo de inhumano, una tarea de Atlas que nadie te ha pedido, algo que te podría tener atado a un pasado irrecuperable. Por favor, no dejes la terapia tan pronto y olvida esa idea de boxear. Déjalo para los jóvenes, a ver si me entiendes.

IV

—Qué bueno verlo, don Max. No se preocupe, los doctores nos dicen que el edema cerebral no dejará consecuencias.

—Margarita, muchas gracias por venir a cuidarlo. Estiman que en cinco días más podrá volver ir a la residencia. ¿Usted cómo lo ve?

—No soy doctora, pero está bastante desorientado. Lo tienen en penumbra, sin ruidos, y se pierde con los horarios. Lo veo muy tranquilo, aunque no sé si es por los sedantes. Me parecen pocos cinco días. Pero pase a verlo, aproveche que hasta las nueve no le traen la comida. Su hermano y su primo pasaron por acá hace una hora y no creo que vuelvan. Su papá estaba feliz de verlos, aunque no habló mucho. Yo creo que se da cuenta de su confusión, trátelo con suavidad. Dejé ropa de cama a mano para que lo acomode.

Cauteloso, Max abrió la puerta de la habitación para verificar si su padre dormía. Luego de cerrar tras de sí necesitó quedarse quieto para acostumbrarse a la penumbra, porque apenas distinguía la cama. La voz de su padre lo sobresaltó.

—¿Qué hora es?

—Tranquilo, papá, soy Max.

—¿Qué haces ahí parado? ¿Por qué vienes a esta hora?

Mirando su reloj, Max estimó que ya habían dado las cinco, y se lo dijo. Su padre lo observaba con atención.

—Eliges tu hora cuando Margarita no está. ¿Por qué te dejaron pasar?

A Max se le encogió el corazón verlo así, indefenso y temeroso. Se dio cuenta que estaba perdido, no entendió que aún era de día. Sonriendo, se acercó a la cama para intentar explicarle y se inclinó al pasar tomando la almohada del sillón . Fue en ese instante cuando su padre se tapó la cara con su antebrazo, intentando repeler el ataque inminente. A Max lo paralizó su expresión de pánico. Se detuvo y bajando la vista dejó caer la almohada. Pensó en abrir las cortinas para ayudarlo a recuperar la cordura, pero entonces escuchó su respiración angustiada. Dando media vuelta, salió cerrando suavemente tras de sí.

Ensimismado, antes de girar hacia el ascensor de los estacionamientos levantó la vista buscando el verde tranquilizador del parque, pero la noche le devolvió su espejismo en la ventana. Sorprendido, comprobó en su celular que se había hecho tarde para la terapia.

(1) «La Belleza», de Miguel Bosé.

2 Respuestas a “La mala memoria

  1. Que cantidad de desencuentros provoca el no «recordar», y parecen ir en aumento como en 2 caminos q partieron paralelos y en algún punto variaron el rumbo.
    Preciosa la entrega de amor a través de la construcción de la ventana q regala belleza infinita.

    • El Lebrijano dice «lo que está bien perdido no se busca ni se encuentra». La identidad no reside en la memoria y siempre podemos vivir para algo que está adelante, por hacerse y encontrarse. La memoria del pasado, la introspección, difícilmente puede ser un lugar de encuentro. Sigue cantando: «dame la libertad de los mares…» libertad que se constituye con los demás, en el encuentro. El Lebrijano tiene la intuición del artista.

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