El Reloj, de Pío Baroja. Un comentario.


El reloj baroja

Pío Baroja (1872 – 1956) es tal vez el mejor escritor de la llamada generación del 98 española.  Al igual que Valle Inclán nunca se consideró parte de dicha agrupación, pero es indudable que comparten el impacto de una España desorientada, con una burguesía pauperizada, fuertes roces sociales, alto analfabetismo rural y pobreza y delincuencia urbana. Un mundo caótico donde el individuo está perdido. Tal vez transmiten la angustia de un país que (luego de ser grande, la primera nación europea) perdió la brújula, alcanzando su punto más bajo con la guerra hispano-estadounidense que supuso la pérdida de las últimas colonias. También narran la nostalgia de tiempos mejores y de una Europa iluminada que en esos años se veía muy lejana e inalcanzable.

El Reloj es un cuento metafísico, psicológico; en éste todo es símbolo. Baroja dijo del conjunto de su obra que su valor es “psicológico y documental”. Fue un gran conocedor de la geografía y de las gentes de España. Los paisajes forman parte de su obra fundiéndose con la psicología de los personajes: son un organismo dotado de energía que transmite melancolía, abandono, y que contribuye a esa sensación de inevitabilidad y resignación que recorre su obra. El cuento es un documental sobre el interior del autor; sobre la polaridad entre el gusto por la soledad y la necesidad de vivir con los demás.

Forma parte de Vidas Sombrías, el primer libro que publicó en 1900, en el que recoge su experiencia como médico rural. El mundo interior de Baroja y de sus personajes siempre se expresa en el paisaje, y en este cuento el paisaje es metafísico. Ya en la cita inicial del Eclesiastés nos advierte que hablará sobre la desazón del corazón.

Aunque en los “dominios de la fantasía” hay “bellas comarcas”, existe una región terrible “donde el silencio y la oscuridad proyectan sobre el alma rayos intensos de sombría desolación y de muerte”. En Baroja el castillo y sus almenas representan el lugar del horror, y  ahí es donde va a parar el narrador. En el salón del castillo “un reloj de caja negra (…) en las noches llenas de silencio lanzaba su tictac metálico con la energía de una amenaza”.  Ya están todos los símbolos que componen el escenario. Lo que parece una pesadilla alentada por las tristezas y el alcohol, es sin embargo el ansiado refugio del protagonista: “¡Ah! Soy feliz —me repetía a mí mismo—. Ya no oigo la odiosa voz humana, nunca, nunca.” “La vida estaba dominada, había encontrado el reposo.”

El narrador quiere esta soledad para pasar la vida rumiando “el amargo pasto” de sus ideas, “sin locas esperanzas, sin necias ilusiones, con el espíritu lleno de serenidades grises, como un paisaje de otoño.”  El otoño, la estación melancólica. El paisaje y el castillo son completamente orgánicos y reflejan el estado anímico del narrador. Aspira al reposo en soledad, pues evidentemente en su comercio con las personas ha terminado profundamente desilusionado, decepcionado.

El ritmo vital de su soledad es marcado únicamente por el tictac metálico de un reloj; algo ajeno al paisaje, un producto industrial que marca las horas con energía propia. La única conexión con los demás, con sus congéneres, es este “reloj sombrío” que mide (inorgánico, indiferente a su suerte y estado anímico) las “horas tristes”. Este reloj no es compañía, su tic-tac metálico no rompe su “silencio interior”. Los demás, nos insinúa, han sido indiferentes a su suerte, a sus dolores y ocupaciones.

El protagonista se hermana en su  soledad con un sapo solitario (el otro ser vivo del relato), y le dice: “no tienes quien te responda más que el eco de los latidos de tu corazón.” Es el único diálogo del relato; el canto del sapo es su única compañía. No espera respuesta porque el sapo se basta con sus latidos para seguir cantando a la noche.

El cuento se cierra cuando el narrador experimenta el terror del silencio que él mismo se ha procurado: “ni un grito, ni un estremecimiento de vida en la tierra negra.” El reloj (que sigue indiferente con su tic-tac) no rompe este silencio del corazón. En su desesperación pide a la luna que acaricie sus ojos, “turbios por la angustia de la muerte”.

En el cierre del cuento el autor se despega de su narrador (que ha enmudecido) y anota con parquedad: “Y los árboles, y la luna, y la lluvia, y el viento, permanecieron sordos. Y el reloj sombrío que mide indiferente las horas tristes se había parado para siempre.”

No es el paisaje quien puede hablar, devolviéndole la certeza de estar vivo, porque éste es una extensión de su propio yo. La muerte del sapo, sin embargo, precipita su angustia vital. Es ahora un corazón que reposa (Eclesiastés), pero el protagonista no atina a señalar su ausencia. Porque antes, sin los demás y en su voluntaria y buscada soledad, se sumió en el sueño de la muerte (salmo 13), en esa serenidad gris de un paisaje de otoño que no es vida dominada ni reposo posible.

Acaso el reloj detenido señala el fin de las horas tristes, una imagen de la muerte del narrador.

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